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Parecería ser que en nuestro querido Perú, los suicidios políticos están en toda moda, se encuentran en la cúspide de la popularidad como se afirmaba en los primeros años de la televisión peruana.
En los últimos tiempos hemos visto el suicidio político de Kuczynski al haber puesto en su plancha presidencial a Martin Vizcarra, sólo por darle un poco de “tonalidad”, sin siquiera haberlo testeado, es decir, sin investigar sus antecedentes, que resultaron ser muy lejanos al desempeño con valores éticos y republicanos.
Tiempo después observamos el suicidio político del Congreso de aquel entonces, en que, ante la irrupción intempestiva del primer ministro Del Solar, le faltó astucia para suspender su sesión y evitar lo que alevosamente pretendía y que era más que obvio: preparar la disolución del Parlamento.
Luego de ello hubo otro suicidio parlamentario al variar las reglas electorales proscribiendo la reelección congresal y, sin vuelta a la bicameralidad. El bisoño Congreso así elegido, vacó a Vizcarra y siguiendo estricta y constitucionalmente la sucesión presidencial, encumbró a Manuel Merino encargándole la presidencia de la República, pero días después en suicidio colectivo, le quitó apoyo e incentivó el injustificado rechazo.
En otro suicidio, la mayoría parlamentaria de noviembre del 2020, se inhibió de nombrar otro presidente del Parlamento de su entorno y nombró a Sagasti, que sin mérito terminó en el “Sillón de Pizarro” con un desempeño anodino.
La cosa no quedó allí, la ciudadanía se suicidó en junio del 2021, al preferir a un candidato sin preparación suficiente y con antecedentes poco convenientes, respecto a otra candidata experimentada. Para tranquilizar su conciencia dijeron que era por “dignidad”. Vaya uno a saber que querían decir.
Ahora, después de la vacancia de Pedro Castillo y juramentada para el cargo vacante la vicepresidenta Dina Boluarte, desde el sector centrista de la política, ya bastante tugurizado, se es incapaz de unir fuerzas para el futuro y hacen eco al pedido de adelanto de elecciones.
Como podemos advertir la vocación suicida va en aumento, pues adelantar elecciones generaría que el centro político vuelva a estar dividido, pululen nuevas agrupaciones políticas, cualquier personajillo se sienta tocado por el Espíritu Santo y coronado con los laureles de la Democracia. Peor aún, podríamos tener en la Plaza de Armas a un Pedro Castillo II, corregido y aumentado en desaciertos.
No entienden que, para cualquier proceso electoral, lo sensato es no repetir anteriores errores, siendo necesario el retorno a la reelección parlamentaria, entre otras previas reformas.
El período presidencial y congresal, acorde con la Constitución que nos rige, es de cinco años. Cierto es, que extraordinariamente en el año 2000, se hizo un enmiendo constitucional transitorio para reducir los mandatos de aquel entonces e ir a nuevo proceso electoral. Ello no debería ser imitado, como repetimos, fue extraordinario y en situación extrema, que contó con la decisión uniforme de todas las fuerzas políticas de aquel entonces.
Ya es hora de impedir que la Constitución se estruje y se cambie el cronograma electoral, solo para satisfacer a sectores angurrientos de poder. ¡Sería suicida!